El vecino del 4B

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Capítulo 1 Capítulo Uno — El Imparable del 4B

Había pasado todo el día desarmando cajas. Cajas con platos envueltos en periódicos viejos, con libros de cocina que pesaban más que mis ganas de seguir de pie, y con un millón de cosas que no recordaba haber guardado.

Cuando por fin terminé, mi nuevo departamento parecía una mezcla entre almacén y campo de batalla. Me dolían los brazos, los pies y hasta el alma. Lo único que quería era una ducha caliente y dormir por doce horas seguidas.

Pero cuando salí del baño, envuelta en una toalla, vi la botella de vino que me habían regalado mis compañeros del restaurante para darme la bienvenida. Decidí que merecía una copa.

Me serví el vino y me senté en el suelo, apoyada contra una de las cajas todavía cerradas. El silencio del edificio me pareció extraño. Estaba en Los Ángeles, pero el vecindario era tan tranquilo que apenas se escuchaba el tráfico lejano. Respiré hondo y disfruté el silencio de mi nuevo hogar. Hasta que mi apartamento se llenó de ruido.

Al principio fue un golpe suave, como si alguien hubiera cerrado una puerta. Luego, otro. Más rítmico. Más… constante. Fruncí el ceño, intentando entender qué era. Y, como si estuviera en una película porno barata, escuché un gemido ahogado, femenino, seguido de una voz masculina, grave, que murmuró algo que no logré distinguir.

Me quedé helada. El sonido venía del otro lado de la pared. De mi vecina o vecino para ser exacta.

Me llevé una mano a la boca, sin saber si reír o esconderme bajo la manta. No podía ser. Pero sí lo era.

Los gemidos siguieron, cada vez más claros, y el golpeteo de las caderas del chico contra el culo de la chica marcaba un ritmo imposible de ignorar. Ella estaba en cuatro, eso era más que evidente.

—Dios... —susurré, mirando mi copa de vino—. ¿Esto es una broma?

Intenté concentrarme en otra cosa, pero el ruido era demasiado fuerte. El hombre o mujer del 4B, quienquiera que fuera, no parecía conocer el concepto de discreción. Ni el de piedad.

Y lo peor, no paraba. Cinco minutos. Diez. Tal vez quince. Con cada golpe, con cada sonido ahogado, la temperatura en mi cara subía más. No sabía si era vergüenza o curiosidad. No le conocía, ni siquiera sabía su nombre, pero ya lo había bautizado en mi mente como el Imparable.

Di un largo trago de vino. Me reí sola.

Cuando me fui a la cama, los gemidos se intensificaron y sentí cómo un escalofrío me recorría la espalda. Me quedé quieta un instante, conteniendo la respiración, y de pronto mi mente empezó a vagar. Lo imaginé alto, rubio, con hombros anchos y un culo perfecto… exactamente como mi ex. Cada movimiento que me imaginaba me hacía morderme el labio, deseando, sintiendo, recordando.

Cerré los ojos, dejando que cada sonido me envolviera. Lentamente, llevé mi mano al muslo y la subí despacio, dejando que la piel se me erizara con cada gemido que llegaba desde la pared. Cerré los ojos y lo visualicé allí, tan perfecto y provocador, tan similar a él, y no pude evitar que un calor intenso se apoderara de mí.

Tomé mi vibrador del cajón y lo encendí. El zumbido suave me hizo temblar, y lo presioné contra mí despacio, primero por encima de la ropa interior, dejándome sentir cada pulso, cada vibración, mientras mi imaginación corría salvaje. Cada gemido que llegaba del otro lado hacía que me presionara más fuerte, imaginando sus manos, su cuerpo, cómo sería sentirlo encima de mí, cómo se movería, cómo me miraría…

Me abandoné completamente a la fantasía y al placer. Mis dedos recorrían mi cuerpo mientras el vibrador trabajaba sobre mí, y cada sonido, cada imagen, me llevaba más profundo. Sentía el calor subir por mis piernas, cómo se me aceleraba el corazón, cómo la excitación me consumía. No había vergüenza, no había límites; solo yo, mi vibrador y la imagen de alguien que se parecía demasiado a mi ex, llenando mi mente y mi cuerpo de deseo.

Respiraba entrecortadamente, mordiendo mi labio, dejando que los sonidos y la vibración me llevaran hasta que finalmente me entregué por completo a mi propio placer, sola, intoxicada por la imaginación, por la memoria y por el sonido prohibido que había cruzado la pared.

Cuando llegué, el ruido se volvió ensordecedor, tanto que interrumpió mi paz, esa paz que solo se obtiene después del orgamo. ¿Cuánto tiempo podrían seguir follando y gritando? Me levanté, crucé el salón y golpeé la pared con la palma de la mano.

—¡Algunos queremos dormir tranquilos! —grité sin pensarlo.

Lo que siguió después fue silencio.

Por un segundo, creí que me había escuchado. Pero entonces llegó una carcajada baja, masculina, que atravesó la pared como una provocación. Me quedé quieta, con el corazón latiendo fuerte y el rostro ardiendo. Apreté los labios. No sabía si quería matarlo… o si quería escucharlo de nuevo.

Me serví otra copa de vino, pero ni eso ayudó porque esa noche dormí poco, pero no porque el ruido continuara. Dormí poco porque, cada vez que cerraba los ojos, los gemidos graves del vecino del 4B volvía a mi cabeza.

La mañana siguiente llegó rápida y casi cruel. Dormí poco y mal; me desperté con el ritmo de la respiración todavía desordenado, las manos torpes buscando el móvil y el estómago pidiendo algo que no fuera café negro. Me vestí a toda prisa, vaqueros, una camiseta limpia, el cabello recogido a medias y el uniforme de cocina doblado dentro de la mochila. Tenía que estar en el restaurante antes de las ocho y ya iba justa de tiempo.

Pasé por la cocina a recoger mi abrigo y el timbre sonó...

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