Prólogo Parte II.
El dolor me despertó como un puñal ardiente atravesando mi conciencia.
Abrí los ojos con esfuerzo. Cada parpadeo se sentía como una batalla, cada latido, una tortura. La última imagen que recordaba era la de aquellas garras negras desgarrando mi vientre. Estaba seguro de que moriría. Lo había aceptado.
Pero no. Seguía con vida.
El techo de madera, familiar y agrietado, me dio la bienvenida como si nada hubiera pasado. Estaba en mi habitación, en la Casa de la Manada. La luz tenue del atardecer se colaba por las ventanas, proyectando sombras alargadas en las paredes, como si los recuerdos aún merodearan.
—No te muevas, Markos —dijo una voz conocida a mi lado—. Podrías abrirte las heridas de nuevo.
Giré lentamente la cabeza. El movimiento envió una ola de dolor por mi cuello, pero valió la pena. Allí estaba Denia, sentada a mi lado. Su rostro estaba pálido, las ojeras oscuras bajo sus ojos hablaban de noches sin dormir. Su cabello, normalmente trenzado con cuidado, caía en un desorden poco habitual.
Verla así me hizo querer gruñir. No por enojo, sino por puro instinto protector.
Siempre había sido especial para mí. Cuando éramos cachorros, ella fue mi sombra y mi compañera de travesuras. Con el tiempo, esa conexión se volvió más profunda… más íntima. Hasta que crecimos y nos dimos cuenta de que el destino tenía otros planes.
Ahora, nuestra relación era una mezcla de afecto, distancia y recuerdos que dolían como viejas cicatrices mal cerradas.
—¿Qué pasó? —logré preguntar con voz rasposa, cerrando los ojos para resistir la punzada en mi costado. Cada palabra era un esfuerzo.
—Fuimos atacados —respondió, su voz cargada de gravedad—. Criaturas… no sé cómo describirlas. Se llevaron a los cachorros. El Alfa Titus llegó con su escuadrón justo a tiempo para repelerlos. Lograron exterminar la amenaza, pero no sin pérdidas. Mataron a muchos de los nuestros.
Abrí los ojos de golpe. La miré, realmente la miré. Sus labios temblaban, y en sus ojos se acumulaban lágrimas no derramadas.
—Oh… mierda, no —susurré, sintiendo que algo se rompía dentro de mí.
Con esfuerzo, extendí los brazos. Denia no dudó en inclinarse hacia mí, buscando consuelo. Sus hombros temblaban mientras sollozaba sin contención contra mi pecho.
—Quemé el cuerpo de mi pareja hace dos días —confesó entre lágrimas. Su voz se quebraba como cristal. Cuando logró serenarse un poco, agregó con tono más profesional—. Aún no hay señales de nuestro Alfa.
El impacto me atravesó como un rayo.
—¿Último contacto?
—El mismo día que partió —dijo, apartándose al fin—. Has estado inconsciente casi una semana. Por un momento... pensamos que también te perderíamos.
Gruñí, esta vez de forma audible. No por enojo, sino por la impotencia que me llenaba el pecho.
—¿Supervivientes?
Denia respiró hondo antes de responder.
—Cincuenta y siete adultos. Perdimos veinticinco machos durante el ataque. Doce lobeznos fueron tomados. Dos hembras murieron intentando defenderlos.
Un silencio espeso cayó sobre nosotros.
—Joder —murmuré, cubriéndome los ojos con un brazo. El dolor en mi cuerpo era nada comparado con el que sentía en el corazón. Cerré los ojos, enfocándome en lo que no podía ver pero sí sentir—. Padre sigue vivo. No hay ningún eco nuevo en mi mente. La conexión permanece limpia.
Denia suspiró de alivio. El peso invisible que cargaba pareció disminuir por un momento.
—Avisaré a Joel. Que mantenga informada a la manada —dijo.
Bajé el brazo y la observé.
—¿Y los otros betas?
Ella mantuvo mi mirada… y negó lentamente con la cabeza.
—Fueron los primeros en enfrentarse a esas cosas. Lo hicieron para ganar tiempo, para evacuar a los nuestros. Resistieron lo que pudieron… pero no fue suficiente. Joel se salvó porque iba al frente de la partida de evacuación. Y yo… —tragó saliva— yo solo sobreviví porque esos idiotas decidieron que me veía mejor en un vestido durante las reuniones que con una espada en el campo.
Su voz se quebró, pero no cayó. Era fuerte. Siempre lo había sido.
—Todos sabíamos que duraría menos que ellos. Y aún así, me empujaron con los demás. Me protegieron. Y yo… yo no podía hacer nada por ellos.
—Lo siento. No pude protegerlos —dije, sintiéndome más inútil que nunca.
Ella levantó una mano, como si quisiera borrar mis palabras del aire.
—Nadie lo esperaba… sin ofender —añadió con una sonrisa triste. Yo se la devolví, débilmente—. Siempre supimos que tu camino era la diplomacia, no la sangre. Nos sorprendiste cuando empezaste a entrenar con armas de adolescente.
Suspiré. Era verdad.
Para mí, ceder al instinto salvaje era perder nuestra humanidad. Nunca creí que la violencia trajera algo más que más muerte.
—¿Dijiste que Titus vino con refuerzos? —pregunté, notando lo extraño que era. El tipo nunca hacía nada sin un motivo. Siempre había un beneficio escondido detrás de cada movimiento suyo—. ¿Ha dicho por qué?
En ese momento, un aullido profundo resonó en la distancia. Denia se irguió de golpe, como si la voz del mismísimo cielo la llamara.
—¡Gracias, poderosa y dulce Madre! ¡Dos milagros en un día! —exclamó con una mezcla de risa y llanto. Corrió hacia la ventana—. Iré a recibir al Alfa. Necesita un informe. Volveré más tarde para ver cómo estás.
—Gracias —dije, apenas audible, mientras ella desaparecía por la puerta.
Padre había vuelto. Una preocupación menos que cargar sobre los hombros.
Cerré los ojos, permitiéndome caer en un sueño pesado, sin sueños.
Lo siguiente que supe fue que una mano cálida tocaba mi frente con ternura.
Abrí los ojos, como si el mundo se revelara una vez más ante mí.
—Padre.

























