Seduciendo a mi Luna con Miel

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Capítulo 1.

Reinelle

Había perdido la cuenta de los días que llevábamos viajando en este vertedero llamado barco. El aire siempre estaba impregnado de sal, humedad y óxido, mezclado con el hedor rancio de cuerpos sin lavar.

Por fortuna, nuestros secuestradores nos alimentaban.

Mi pequeña y yo no éramos las únicas en este sitio. Otras hembras permanecían encadenadas en nuestro “lujoso camarote”: un cubículo oscuro, con paredes húmedas, sin más luz que la que se filtraba por una rendija en lo alto. El suelo estaba cubierto de astillas y manchas secas que no quería identificar.

No estaba segura de qué era exactamente lo que querían de nosotras.

Quizá tendría una pista si al menos algún miembro de la tripulación se insinuara al venir a dejarnos la comida o a “permitirnos” el uso del cubo que nos dejaban dos veces al día para nuestras necesidades.

Pero no. No miraban nuestros cuerpos desnudos de otra forma que no fuera indiferente.

Tampoco nos dirigían la palabra. Solo nos alimentaban y, de vez en cuando, nos dejaban un poco de agua de mar para lavar nuestros cuerpos, lo que no hacía más que resecar la piel y dejar un rastro pegajoso de sal.

En el puerto tampoco nos habían dicho gran cosa.

El tipo que nos secuestró —aquel con el pecho quemado, mutilado, tatuado… un mosaico grotesco de cicatrices y tinta— simplemente nos entregó como mercancía tras horas de camino. Se marchó sin mirar atrás.

Allí nos lavaron y evaluaron bajo mi atenta mirada. Puede que sacara mis garras un par de veces para dejar claro que no se acercarían a mi hija, pero fuera de eso nos dejaron relativamente en paz.

Hasta que, un día antes de que nos subieran a este barco, conocí a una humana… peculiar.

Olía tenuemente salvaje y distinta, como tierra húmeda tras la lluvia mezclada con un rastro metálico. Supuse que tendría algunas gotas de nuestra sangre.

—Ah, eres una de las nuevas. Dicen que has dado un par de problemas —dijo con una sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Mi nombre es Sara y, quizá, nos veamos con frecuencia cuando estés del otro lado. Ahora necesito examinar tus garras… sí, eso es. Me acercaré, así que espero que no las uses contra mí, a menos que quieras que te disparen un par de tranquilizantes.

Señaló algunas esquinas donde claramente había cámaras brillando como ojos rojos en la penumbra.

Yo solo entorné los ojos.

Ella se acercó sin miedo, y por un instante la admiré por eso. Cuando estuvo lo bastante cerca para rozar mis garras, inclinó casualmente la cabeza.

—Sé que me puedes oír —susurró con voz casi inaudible, como el roce de hojas secas—. No puedo darte falsas esperanzas, pero ten por seguro que intentaremos sacarte de ahí tan pronto como sea posible.

Tras esas palabras, se dio la vuelta y salió de la habitación.

La miré con desconfianza. En mi opinión, solo nos teníamos mi hija y yo la una a la otra. Ya encontraría la forma de sacarnos de aquí.

Así fue como terminamos arrastradas hasta este barco.

A ella no le gustaba el mar. O quizá no soportaba el oleaje. Como fuera, mi pobre bebé lloraba a todas horas; sus sollozos se mezclaban con el crujir de la madera y el rechinar de las cadenas, un coro de angustia que no me dejaba dormir. Yo no podía hacer nada más que sostenerla contra mi pecho y esperar.

Los días transcurrieron en esa incertidumbre hasta que, finalmente, nos informaron que llegaríamos a nuestro destino al día siguiente.

Nos condujeron, siempre encadenadas, hasta una camioneta sin ventanas. El aire dentro era sofocante, cargado del olor a miedo y sudor de todas. Tras más horas de camino, empezaron a bajarnos una a una en distintos puntos.

Mi hija y yo fuimos las últimas en bajar.

Nos recibió un lobo de expresión rígida, con ojos grises y fríos como el acero. Nos llevó hacia un edificio extraño del que resonaban gritos, golpes y gemidos de dolor.

Me tensé, sin saber dónde demonios estábamos. El tipo me arrastró por las cadenas dentro de una enorme edificación de piedra circular. Las antorchas iluminaban las paredes ásperas, y la humedad impregnaba cada rincón. No vi de dónde venían los gritos, y tampoco quise saberlo.

—Obedecerás todo lo que te pidan y, quizá, solo quizá, te den tu libertad… por un precio —dijo con una sonrisa maliciosa que me revolvió el estómago—. Ahora, vamos a lavarte. Hueles como si te hubieran sacado de un pantano.

Me llevó a una celda y me “permitió” dejar a mi hija en un rincón. El suelo era frío y rugoso bajo mis pies. Mientras tanto, él se dedicaba a arrojarme agua helada que me cortaba la piel como cuchillas. No me importó demasiado… hasta que se atrevió a tocar mis pechos.

Sin pensarlo, saqué mis garras y fui directo a su cuello.

Su cabeza rodó por el piso, dejando un rastro oscuro que serpenteó hasta perderse en las grietas de la piedra. Yo sonreí con satisfacción.

Una risa divertida resonó en la penumbra, y de entre las sombras surgió un lobo de porte imponente, sus ojos brillando como brasas. Me sostuvo la mirada con interés.

—Una luchadora. Encajarás aquí perfectamente.

Tan rápido como apareció, se esfumó, y en su lugar llegaron un par de lobos. Al ver a su compañero muerto, se lanzaron sobre mí con las garras al descubierto.

No sería la primera ni la última vez que enviarían lobos a mi celda.

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