Capítulo 2.
Un semana. Ese era el tiempo que había pasado en esta prisión.
Tuvieron que encadenarme junto a mi hija para poder llevarse el montón de cadáveres dentro de mi celda.
Por lo que vi, no lo hacían por cariño a sus muertos, sino por simple practicidad: el hedor comenzaba a impregnar el aire de ese lugar ya de por sí asqueroso.
La sangre manchaba las piedras y aún goteaba de mis garras. No me arrepentía.
Después de que intentaron controlarme y destrocé uno tras otro con facilidad, dejaron de enviarme carne fresca. Ahora solo me lanzaban miradas llenas de odio y me amenazaban con dejar a mi cachorra sin comida si seguía resistiéndome.
El miedo no era mío, sino suyo. Yo no les temía. Solo me preocupaba que ella, mi pequeña, siguiera respirando.
Hoy me lanzaron agua porque para ellos era importante que estuviera hidratada, más no limpia.
El agua helada aún corría por mi piel, mezclándose con las manchas oscuras que no terminaban de borrarse. El aire estaba impregnado de humedad, hierro y podredumbre.
Un chirrido metálico anunció la apertura de la reja. El sonido hizo que mi cachorra se estremeciera contra mi pecho. La acuné con una mano y levanté la barbilla, mostrando los colmillos a quien entrara.
De entre las sombras surgió un lobo diferente. No se movía como los demás: tenía la espalda erguida, el porte de un Alfa… pero deformado, como si su cuerpo cargara demasiado poder y lo desgarrara desde dentro. Sus ojos brillaban como brasas en la penumbra, fijos en mí con un interés que me irritó de inmediato.
El silencio pesó hasta que habló:
—Siempre las madres son más feroces. Los soldados tienen un buen reto aquí.
Lo reconocí por la voz. Era la misma que se había reído cuando rodó la cabeza de aquel imbécil que quiso tocarme.
—Lárgate... O ven y comprueba qué tan feroz puedo ser —gruñí, apretando a mi hija contra mi pecho.
Él ladeó la cabeza, como si estudiara cada movimiento mío. No había asco ni lujuria en su mirada, solo una calma peligrosa.
—Vienes de los osos, ¿no? —preguntó, aunque sonaba más a certeza que a duda—. Eso explica por qué aún respiras.
No respondí. No le debía palabras a nadie.
Se acercó un paso más, y el suelo tembló bajo su peso. La cadena que me sujetaba tintineó, recordándome mi prisión. Mi instinto rugía por arrancarle la garganta, pero algo en su forma de observarme me hizo contenerme.
—No todos sobreviven la primera semana aquí. Tú lo has hecho —continuó con voz grave—. Eso significa que te mostrarán al público.
Guardé silencio unos segundos. Quería ignorarlo, mostrarle que no me importaba, pero las palabras quedaron rebotando en mi cabeza como cuchillas. Al final, no pude evitar soltar un gruñido bajo:
—¿A qué mierda te refieres con “mostrarme al público”?
El lobo sonrió con una calma que me crispó la piel. No respondió desde la distancia. En cambio, dio un paso hacia adelante. Luego otro. Y sin pedir permiso —como si la celda también fuera suya— cruzó la reja y entró conmigo.
El aire se tensó de inmediato. El olor de su piel era más fuerte de cerca, mezclado con una energía salvaje que no pertenecía a ningún lobo común. Mis garras se extendieron instintivamente, listas para desgarrar, aunque mis cadenas tintineaban recordándome mis límites.
Él no pareció intimidado. Se inclinó apenas hacia mí, lo suficiente para que su sombra, a la luz de las débiles antorchas en el pasillo, me envolviera.
—Tu propósito es simple —murmuró, con un tono tan frío que podría haber sido una sentencia—. Matarás a cualquiera con el que te enfrenten arriba.
Fruncí el ceño, sin comprender.
—¿Arriba? ¿Dónde?
La sonrisa volvió a aparecer en sus labios, lenta, venenosa.
—En el Coliseo.
No entendí. La palabra me sonaba lejana, hueca.
—¿Qué demonios es un Coliseo? —espeté, con rabia y desconfianza a partes iguales.
Él soltó una risa breve, ronca, que resonó contra las paredes húmedas de piedra.
—Lo sabrás pronto, osa —susurró, y en sus ojos brilló un destello que no supe si era burla… o compasión.
Con un movimiento brusco, se giró y salió de la celda, dejando tras de sí solo el eco de sus pasos y el peso de esa palabra que aún no comprendía.
Coliseo.
El corazón me retumbaba con fuerza en el pecho. No sabía qué me esperaba allá arriba, pero sí tenía claro algo: si pretendían arrancarme a mi hija, tendrían que morir todos, uno por uno.
Ese fue nuestro segundo encuentro.
Nunca enviaban a un mismo lobo a alimentarme o darme la comida de mi cachorra.
Casi parecía que las reservas de idiotas no tenían fin.
Pero después de la última masacre, ninguno volvió a acercarse lo suficiente como para perder la vida.
Hasta que la Luna llena alcanzó su punto más alto.
Esa noche me apartaron de mi cachorra con unos palos largos que zumbaban al rozar mi piel. El dolor se extendía como descargas eléctricas que me hacían crujir los dientes, bajándome la furia hasta los huesos.
Los vi llevarse a mi bebé. Sin hacerle daño, solo se la llevaron.
—Ven con nosotros y tu hija no sufrirá daño.
Como si tuviera elección.
Abrieron mi celda con un chirrido metálico y sujetaron mis cadenas, arrastrándome por un laberinto de pasillos húmedos, donde el aire olía a sangre vieja y piedra mohosa. Tras varios giros, apareció la luz.

























