Capítulo 3.
Ante mí se alzaba una construcción enorme, de piedra desgastada, medio en ruinas pero aún lo bastante sólida como para sostener a los lobos que merodeaban en sus diferentes formas. Algunos nos miraban con curiosidad, otros con hambre.
Al final de un corredor, me hicieron entrar en un cuarto.
El lobo detrás de la mesa de madera no levantó la vista al principio. Solo cuando el que me llevaba se aclaró la garganta, me miró con esos ojos vacíos, tan fríos como una fosa común.
—¿Qué? —soltó, con desdén.
—Uh… Ya la traje.
—Eso lo veo. ¿Algo más?
El otro titubeó.
El tipo suspiró, cansado, y lo despidió con un gesto. Cuando quedamos a solas, se puso de pie y se dirigió hacia la puerta, abriendo apenas lo suficiente para mirarme por encima del hombro.
—Sígueme, osa. Y no causes problemas… porque de eso depende que tu cachorra siga teniendo madre que la alimente.
Apreté los dientes y lo seguí en silencio, cada paso resonando como una condena.
Atravesamos pasillos interminables. Me pregunté por qué no sujetaba él mismo la cadena… hasta que llegamos al destino y lo entendí.
Una hembra nos esperaba, con mi hija en brazos.
¿Un recordatorio para mi buena conducta?
Jodidos imbéciles.
—La llevaré a las gradas, Mark —dijo la hembra con voz sumisa.
—Bien —respondió él, antes de girarse hacia mí. Su mirada me atravesó como cuchillas.
—Escucha, y grábate esto: Regla número uno:Me importa una mierda si sigues respirando, pero mientras lo hagas, servirás de examen para nuestros lobos. Matarás a todo aquel al que te enfrenten aquí. Regla número dos:No me gusta repetirme. Aprende rápido o muere más rápido. Yo te enseñaré los puntos débiles de nuestros gloriosos guerreros, y tendrás que usarlos para ganar. Regla número tres. Lo único que obtendrás si sobrevives es una noche más de vida… y la oportunidad de seguir protegiendo a tu hija. Regla número cuatro:No me interesa lo que quieras o necesites, así que ahórrame palabras. Regla número cinco: Eres solo un espectáculo, nada más. Si olvidas cualquiera de las reglas anteriores, yo mismo te abriré en canal… y tu cachorra será entregada como recompensa a los guerreros.
Clavó sus ojos en los míos, esperando mi respuesta.
—¿Has comprendido?
Mi mandíbula se tensó.
—No soy su entretenimiento.
Una sonrisa lenta, casi imperceptible, se formó en sus labios.
—Eres lo que yo quiera que seas, osa. Y entre más rápido aceptes tu nueva realidad, tendrás mejores oportunidades para seguir viviendo.
Me di cuenta entonces de que no hablaba como uno de ellos. No era un simple seguidor, ni tampoco un esclavo como yo. Había algo distinto en su voz, en su mirada… algo que no terminaba de descifrar.
Me quedé en silencio.
No porque aceptara sus reglas, sino porque mi hija seguía en brazos de aquella hembra.
Él arqueó apenas una ceja y, para mi sorpresa, sonrió con malicia.
—Aprendes rápido, osa. Eso me gusta.
Sin más, me tomó de la cadena y me condujo hacia un portón doble de hierro. Los barrotes oxidados se abrieron con un chirrido que me heló la sangre. El aire cambió: más húmedo, más cargado de tensión. El rugido de voces al otro lado me puso los pelos de punta.
Entramos en la arena.
La construcción era inmensa, circular, con gradas de piedra abarrotadas de lobos que gritaban, aullaban y golpeaban los muros. El suelo estaba cubierto de arena oscura manchada de sangre seca, y en el centro, varias armas oxidadas descansaban tiradas como si fueran migajas de un festín macabro.
Markos se detuvo frente a mí. Con una calma casi insultante, se señaló distintas partes de su propio cuerpo.
—Corazón… —tocó su pecho, justo sobre la cicatriz de una vieja herida—. Aquí, detrás de la cabeza, en la base del cuello… —rozó con un dedo la unión entre cráneo y columna. —Y si estás desesperada, sus partes íntimas. Nunca falla.
Su voz era plana, sin emoción alguna, como si hablara de cazar presas en vez de asesinar guerreros.
Luego soltó la cadena y dio un paso atrás.
—Es tu primera lección. Ahora veamos si sobrevives a ella.
Se giró y salió por un costado de la arena, mientras los portones del lado opuesto se abrían con un estruendo metálico.
El rugido de la multitud se volvió ensordecedor.
Yo inspiré hondo, flexioné las garras y me preparé para luchar.
Lo que salió de ese lugar no era un lobo normal y, definitivamente, no era feliz.
Soltó un grito de guerra y corrió hacia mí con una velocidad difícil de seguir con la vista.
Ese fue el primero de mis contrincantes de esa noche.
Saltó con las garras extendidas, buscando arrancarme la garganta. Giré el cuerpo en el último instante y sentí el aire cortado rozar mi mejilla. No tuve tiempo para pensar; solo recordé las palabras de Markos.
Corazón.
Cuello.
Detrás de la cabeza.
Hundí mis garras directo en su pecho cuando cayó de lado, pero la bestia rugió y me golpeó con tanta fuerza que me arrastró varios metros en la arena. Tosí sangre y me levanté tambaleante.
La multitud gritaba, aullaba, pedía más.
Él volvió a abalanzarse, espuma escapando de sus fauces. Esta vez lo esperé agazapada. Cuando saltó, lo recibí con un zarpazo ascendente que abrió su abdomen y, en el mismo movimiento, hundí mis garras detrás de su cuello.
El cuerpo cayó a mis pies.
El silencio duró apenas un segundo, antes de que los gritos estallaran como una tormenta.
Ese fue solo el primero.

























