Capítulo 4.
El segundo llegó apenas dieron la señal. Era más grande, con cicatrices que lo volvían monstruoso. Venía gruñendo, arrastrando las cadenas que le habían soltado segundos antes. Me lanzó un golpe con tanta fuerza que la arena vibró. Me costó esquivarlo, pero cuando intentó tomarme del brazo, lo giré usando su propio peso y le atravesé el costado con mis garras. Su rugido desgarró el aire antes de que lo derribara y le hundiera la mano en el cuello hasta sentir cómo la vida lo abandonaba.
La arena olía a hierro y rabia.
El tercero entró con un rugido que provocó que la multitud se levantara a aullar. Era rápido, demasiado. Me lanzó al suelo dos veces, abriendo un corte en mi frente y sacándome el aire de los pulmones. Pero cuando bajó la guardia para rematarme, le clavé las garras en la entrepierna. Cayó al suelo como un animal herido, y terminé el trabajo con un zarpazo seco a la base de su cráneo.
Los gritos cambiaron entonces. Ya no eran vítores, sino abucheos.
Comenzaron a arrojar cosas: piedras, trozos de comida podrida, hasta huesos. La multitud quería verme flaquear, verme encogida de miedo bajo su odio.
Yo permanecí erguida, jadeando, con la sangre caliente corriendo por mis brazos, pero sin apartar la mirada del portón.
Entonces la sentí. Esa mirada clavada en mi espalda.
Giré lentamente la cabeza hacia la sombra del pasillo superior. Allí estaba Markos, inmóvil, observándome con sus ojos vacíos.
No aparté la mirada. Si quería verme quebrada, tendría que seguir esperando.
El portón volvió a chirriar. La multitud rugió, hambrienta de más sangre.
Yo simplemente aguardé, con las garras listas, esperando ver si esta vez me permitirían salir… o si me lanzarían a otro de sus lobos mutantes.
Las cadenas resonaban todavía cuando la bestia dio su primer paso dentro de la arena. Aullidos, vítores y maldiciones llenaron el aire como una ola que amenazaba con aplastarme.
No miré al monstruo enseguida.
Primero alcé la vista hacia las sombras del corredor superior.
Allí seguía él.
Por un instante, en medio del caos, sus ojos se encontraron con los míos.
No había compasión en ellos… pero sí una chispa.
Un interés fugaz, como quien encuentra algo más útil de lo que esperaba.
No me permitió más. Desvió la mirada y la tensión de la arena me obligó a girar hacia mi enemigo.
El lobo mutante avanzaba a zancadas, cada paso haciendo temblar la arena. Sus fauces deformadas goteaban saliva espesa, y sus garras podían atravesar hueso como mantequilla.
Rugió.
La multitud rugió con él.
Yo también lo hice.
Nos lanzamos de frente.
La primera embestida casi me rompe en dos; el impacto me lanzó contra la arena, arrancándome el aire de los pulmones. Rodé justo antes de que su garra se estrellara donde había estado mi cabeza. El suelo se resquebrajó bajo su fuerza.
Me incorporé con las piernas temblando, las manos ensangrentadas. Recordé cada punto débil que Markos me había enseñado. El problema era alcanzarlo antes de que me destrozara.
El monstruo atacó otra vez, veloz a pesar de su tamaño. Pasé bajo su brazo y hundí mis garras en su costado, arrancándole un rugido desgarrador. Me golpeó con el codo, enviándome de nuevo contra la arena. Sentí la sangre caliente correrme por la frente.
No podía permitirme caer.
Con un gruñido salvaje, salté hacia él, directo a su espalda. Mis garras se clavaron detrás de su cuello, justo en la unión del cráneo y la columna. Tiré con todas mis fuerzas hasta escuchar el crujido seco.
El lobo mutante cayó de rodillas… y se desplomó pesadamente frente a mí.
El silencio duró un segundo.
Luego llegaron los abucheos.
Basura, piedras, hasta huesos volaron hacia mí. La multitud no me quería viva. No les importaba que hubiera ganado; les molestaba que no muriera como ellos deseaban.
Yo no me inmuté. Me quedé de pie, cubierta de sangre que no era mía, y esperé con la barbilla en alto hasta que las puertas chirriaron otra vez.
Era hora de salir.
Y allí, junto al portón, me esperaba Markos.
Con esa misma mirada fría, como si estuviera evaluando no solo lo que había hecho… sino lo que podía llegar a hacer.
—Sígueme. —Su voz fue seca, cortante, como si no existiera otra opción más que obedecer.
Lo seguí en silencio, todavía con la sangre del mutante en mis garras. Atravesamos los pasillos hasta llegar de nuevo a la oficina de piedra donde lo había visto antes.
Markos tomó asiento detrás de su escritorio, un mueble enorme de madera oscura cubierto de papeles y tinta seca. Agarró una hoja en blanco, escribió rápidamente unas líneas con una caligrafía firme y precisa, y luego me la tendió sin mirarme.
—Lee.
Me quedé observando el papel unos segundos, sintiendo el peso de su mirada. Finalmente, me encogí de hombros.
—No sé leer.
Sus ojos se entrecerraron, y un gruñido bajo vibró en su pecho. Yo no bajé la vista, aunque por dentro la rabia me ardía como fuego.
—En mi manada —dije con calma, casi con indiferencia—, yo cuidaba a los cachorros. Alguien más se encargaba de la escritura y esas cosas.
Él inspiró profundamente y soltó un suspiro cargado de fastidio.
—Ese papel es tu nuevo itinerario. —Lo dejó caer sobre el escritorio como si ya no sirviera para nada—. Te trasladarán a un nuevo conjunto de habitaciones.
Sentí un nudo en la garganta, pero mi voz salió firme.
—¿Y mi hija?
Por primera vez, su mirada se suavizó apenas una fracción.
—Ya te espera allí.
La puerta se abrió de pronto. Una loba de porte rígido entró y se cuadró con respeto frente a él.
—Llévala. —ordenó Markos sin apartar la vista de mí.
La loba me tomó del brazo para guiarme, y yo avancé sin resistirme.
Antes de que la puerta se cerrara tras de mí, alcancé a ver cómo Markos me observaba todavía, esa mirada calculadora que me analizaba como si yo fuera un enigma que deseaba descifrar… o un arma que aún no decidía si usar o destruir.

























