Capítulo 5.
Los pasillos de piedra eran estrechos, iluminados solo por antorchas que chisporroteaban y proyectaban sombras deformes en las paredes.
La loba que me guiaba se detuvo frente a una puerta pesada de madera. Sin girarse a verme, empujó el cerrojo y abrió.
El ambiente cambió de inmediato. El aire se volvió denso, cargado de silencio y desconfianza.
—Verónica. —dijo ella de repente, sin darme tiempo a preguntar—. Ese es mi nombre. Estoy a cargo de subir y bajar a las reclusas. Solo me hablarás cuando te haga una pregunta. No pierdas tu tiempo intentando escapar: como ya comprobaste, el Coliseo está plagado de lobos en cada esquina.
No esperó mi respuesta. Me empujó apenas con el brazo para que entrara.
Lo primero que vi fue la cuna. Desgastada, de madera vieja, en un rincón de la habitación… y dentro de ella, mi cachorra, durmiendo con el ceño fruncido como si hasta en sueños pudiera sentir el peligro.
Un peso se me levantó del pecho al verla respirar tranquila.
Luego noté al resto. Tres hembras más ocupaban el espacio: una sentada contra la pared, otra acostada en una litera y la tercera mirando por la pequeña ventana enrejada. Sus miradas se clavaron en mí apenas crucé la puerta, pero no había interés en ellas. Solo cansancio y resignación.
Verónica cerró la puerta tras de mí con un golpe seco.
Avancé directo hacia la cuna. El corazón me latía tan fuerte que apenas escuché el movimiento detrás de mí, hasta que una voz femenina rompió el silencio.
—La comida y el agua para la niña están allá. —Señaló con un movimiento de la barbilla hacia la ventana enrejada, sin molestarse en levantar la mirada.
Me detuve un segundo y luego asentí.
—Gracias.
Las otras no respondieron. Una siguió mirando el techo, la otra la pared, como si yo no existiera.
Me incliné sobre la cuna. Mi cachorra dormía profundamente, las manitas cerradas en puños, la respiración tranquila. El alma me regresó al cuerpo solo con verla. Le acaricié el cabello enmarañado y luego caminé hasta la ventana.
Allí, sobre una mesa baja y coja, encontré un cuenco con leche tibia, otro con agua, y una pequeña cesta con trozos de pan blando. Había también un par de mantas ásperas dobladas, un vestido diminuto y unos pañales de tela algo raídos, pero limpios.
Suspiré. No era mucho, pero era suficiente para sobrevivir una noche más.
La multitud afuera aún rugía en mis oídos, pero aquí, con mi hija y un poco de comida, pude permitirme un instante de calma.
La misma chica que antes me había indicado dónde estaba la comida para mi hija habló de nuevo, esta vez con un dejo de cansancio en la voz:
—No te preocupes tanto. Markos no es cruel con los cachorros. Mientras logres entretener a los lobos ahí afuera, él se encargará de que la tuya esté bien cuidada.
Me giré hacia ella. Sus ojos se encontraron un instante con los míos y, aunque no había ternura, tampoco vi burla ni desprecio, solo un simple hecho que ella daba por sentado.
Luego señaló con la barbilla un catre en la esquina.
—Ese será tuyo. Debajo encontrarás ropa limpia para que te cambies. —Se encogió de hombros—. Y si lo deseas, tenemos baño propio. Puedes bañarte antes de dormir, aunque no siempre tenemos agua caliente.
Por un segundo no supe qué contestar. Mis labios se movieron apenas.
—Gracias.
La chica ya no me prestó atención, volvió a tumbarse en su catre y cerró los ojos, como si nuestra conversación nunca hubiera existido.
Fuí junto a mi hija otra vez, sintiendo cómo la tensión de la arena empezaba a disiparse poco a poco. Al menos esa noche, ella estaría segura.
Desperté a mi cachorra con suavidad, acariciándole la mejilla hasta que abrió los ojos y comenzó a buscar alimento. La sostuve contra mi pecho y le di de beber del cuenco, murmurando palabras tranquilas mientras se alimentaba con avidez. Después, cambié la tela húmeda entre sus piernitas.
Con cuidado, me levanté y me dirigí a la única otra puerta de la habitación. El baño no era como el de la casa de la manada de Alan —con su piedra pulida y su olor a jabón fresco—, pero parecía funcional, lo suficiente para sobrevivir aquí.
Abrí el grifo de la bañera y metí la mano, preparada para lo peor. Al sentir el agua tibia, un suspiro escapó de mis labios, casi un lujo en medio de este infierno. Llené apenas un poco y llevé a mi cachorra conmigo. Le di un baño rápido, enjuagando la mugre y la arena que aún se le pegaba al cabello y a la piel. La envolví con las telas más limpias que encontré, y al verla dormida otra vez en su cuna, limpia y tranquila por primera vez en días, sentí un nudo en la garganta.
Regresé al baño, esta vez para mí. Me deshice de la ropa empapada en sudor y sangre, y dejé que el agua tibia resbalara sobre mi piel. Cerré los ojos. El rugido de la multitud aún retumbaba en mi cabeza, mezclándose con la imagen de los cuerpos cayendo a mis pies.
La lucha había terminado, pero no la guerra.
No podía dejarme caer. No mientras esa pequeña respirara bajo el mismo techo que yo.
Me abracé los hombros, sosteniéndome contra la pared húmeda de la bañera.
Por ahora, ese baño tibio sería mi única tregua.
Salí del baño desnuda, ya que la ropa limpia que había debajo de mi cama la había utilizado para secar a mi pequeña. No me importaba realmente quién me viera, así que cargué la cuna hasta el rincón de mi nueva cama y la dejé con cuidado cerca. Luego me acosté para dormir un poco.
"Por favor, Gaia, apiádate de nosotras".
Era mi oración para dormir.
Cerré mis ojos y me pregunté brevemente cuánto tiempo me llevaría escapar del lugar.

























