Juego de Seducción

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Capítulo 5

Connor, David y Fabián llegaron a la entrada del club Lux y, al bajar de sus autos, quedaron sorprendidos por la enorme fila de clientes que esperaba ingresar. El lugar parecía un hormiguero humano, todos ansiosos, todos expectantes.

—Vaya… sí que es popular este club —murmuró Fabián, arqueando una ceja.

—No es solo el club —replicó Connor con una sonrisa eufórica—. Hoy avisaron que Estrella se presentaría. Ella es la joya del Lux, la mejor bailarina. Normalmente solo actúa los fines de semana, pero cuando aparece… todo se descontrola.

David suspiró, cansado. Nunca había disfrutado de ese tipo de antros; prefería lugares discretos donde el ruido no le robara los pensamientos. Pero aceptó acompañar a su primo, consciente de la emoción que brillaba en sus ojos.

Al ingresar, el ambiente los envolvió con luces rojas, humo y música grave que hacía vibrar las paredes. El olor a alcohol, perfume caro y sudor masculino era sofocante. Los tres encontraron una mesa cercana al escenario, un lugar privilegiado que Connor había conseguido gracias a sus contactos.

El presentador salió jadeante, micrófono en mano.

—¡Un fuerte aplauso para Aria!

Una joven morena apareció entre luces titilantes, su cuerpo contorsionándose con destreza. Los hombres silbaban y aplaudían como si hubieran perdido el juicio. Tras unos minutos, desapareció entre bastidores.

El presentador regresó, aún más exaltado.

—Y ahora… como lo prometido es deuda, ¡nuestra musa regresa para deleitarnos una vez más! ¡Recibamos a… Estrella!

Las luces se apagaron. Un silencio expectante se apoderó del lugar hasta que un sonido cortante quebró la oscuridad: el chasquido de un látigo. Luego, el eco firme de tacones resonó sobre la tarima.

Una silueta femenina emergió de entre las sombras, envuelta en un traje ajustado que delineaba cada curva. Una máscara de gatúbela ocultaba gran parte de su rostro, dejando solo al descubierto la mandíbula fina y unos labios rojos que brillaban como un pecado.

El público contuvo la respiración. Ella comenzó a moverse despacio, ondulando las caderas con una seguridad felina. No bailaba: dominaba.

Connor estaba fascinado, casi ebrio de deseo.

—¿Lo ven? ¡Les dije que les iba a encantar!

Pero David y Fabián no compartían el entusiasmo. Apenas la vieron, quedaron petrificados. Reconocieron la silueta, el estilo de caminar. Aunque la máscara cubriera su rostro, no había duda: aquella mujer era Diana.

El corazón de David golpeó con fuerza en su pecho. Fabián lo miró de reojo, confirmando en silencio lo que ambos sabían.

Estrella descendió del escenario con pasos seguros, chasqueando el látigo para abrirse camino. Sus ojos, escondidos tras la máscara, se cruzaron con los de ellos. Vaciló un instante, pero se recompuso de inmediato. Si iba a enfrentar a sus jefes, lo haría con la frente en alto.

De un salto ágil subió sobre su mesa. Movió las caderas con un ritmo provocador, inclinándose hasta que la luz resaltó la curva de su espalda.

Connor, dominado por la excitación, intentó tocarla. Ella lo detuvo clavándole el tacón en el pecho.

—Señor —dijo con voz ronca, seductora—, se mira… pero no se toca.

La multitud estalló en aplausos y silbidos. Connor rió, encantado con el descaro.

Diana bajó la mirada hacia David. El vaso de whisky temblaba en sus manos. Ella lo tomó con calma, lo vació de un trago y se inclinó peligrosamente cerca de él. Su aliento ardiente rozó su piel.

—Espero que este sea nuestro secreto —susurró.

David tragó saliva. Antes de reaccionar, sintió su lengua recorrerle la mejilla en un gesto húmedo y descarado. Diana sonrió, satisfecha, y se alejó con elegancia.

Fabián la ayudó a bajar de la mesa. Ella regresó al escenario, giró sobre sí misma y dejó caer el látigo con un chasquido ensordecedor. Posó en el suelo como una diosa del pecado. Los aplausos la envolvieron.

Connor, exaltado, se inclinó hacia su primo.

—¿Qué te dijo? ¿Te dio su número?

David apenas podía respirar. Contestó con la voz hueca:

—No… casi no la escuché.

Fabián, con una ceja arqueada, preguntó con cuidado:

—¿Estas chicas solo bailan… o también venden algo más?

—Con la mayoría, sí —respondió Connor con naturalidad—. Pero Estrella es distinta. Solo baila. Nunca acepta invitaciones ni bailes privados. Es intocable.

David y Fabián intercambiaron una mirada tensa. El silencio se hizo pesado.

Finalmente, David habló, con rabia contenida:

—Tengo que hablar con ella… ¿Cómo pudo ocultarme algo así?

Connor frunció el ceño.

—¿Qué sucede?

—Nada —improvisó David—. Estoy cansado. Me voy.

—Yo también —añadió Fabián.

Connor levantó las manos.

—Ustedes se lo pierden. Yo me quedo.

Salieron del club con pasos pesados. Afuera, David sacó su teléfono y llamó a Diana. Contestó al tercer tono.

—¿Dónde estás? —preguntó él, con voz helada.

—En el estacionamiento.

—Espérame ahí. Tenemos que hablar.

—Desacuerdo —replicó ella con calma, cortante.

Fabián lo miró preocupado.

—No estarás pensando en despedirla ahora…

David negó, aunque hervía por dentro.

—No. Solo necesito respuestas.

En el estacionamiento la encontró ya vestida con su ropa de oficina, como si la mujer del escenario jamás hubiera existido.

—¿Así que a esto te referías cuando hablabas de tu otra identidad? —soltó él sin rodeos.

Ella lo miró serena, aunque en sus ojos brillaba un destello inquieto.

—¿Estoy despedida?

—Necesito respuestas —repitió él, tajante.

Rick, el chofer, se acercó preocupado.

—¿La llevo a casa, señorita?

—No, Rick. Mi jefe me llevará. Tómese la noche libre.

El chofer se retiró. Ella ajustó el bolso y lo miró con firmeza.

—Es largo de contar. Lo invito a un café en mi casa, si no le molesta.

David dudó un segundo. Finalmente asintió.

—Vamos.

El trayecto transcurrió en silencio. David conducía con el ceño fruncido, tratando de ordenar las ideas. Aún le costaba aceptar lo que había visto.

Llegaron a un edificio moderno. Subieron en ascensor hasta el último piso. Cuando se abrieron las puertas, David quedó sorprendido: el departamento era amplio, elegante, con ventanales que ofrecían la ciudad iluminada como un mural vivo.

Las palabras se le escaparon antes de pensarlas.

—¿Esto te lo paga alguno de tus clientes?

Diana se detuvo en seco. El brillo de sus ojos cambió al instante.

Él cerró los ojos, arrepentido.

—Lo siento, no debí decir eso…

—No, no debió —respondió ella con frialdad.

—Perdón —murmuró.

Ella respiró hondo y señaló el sofá.

—Siéntese. Voy por café.

Mientras ella se alejaba, David recorrió la sala. Todo allí hablaba de independencia, de fuerza. Ella regresó con dos tazas. Le tendió una y se sentó frente a él.

—Cuando llegué aquí no conseguía trabajo en mi área. Estaba frustrada, sin rumbo. Encontré un cartel que ofrecía clases de baile gratuitas. Fue terapia. Una compañera me llevó al club. Me presenté, hice una audición y dejé claro algo: solo bailaría. Nada más. El dueño aceptó. Desde entonces mantuve esa condición.

Lo miró directo a los ojos.

—Nunca he hecho nada con nadie. Nunca lo haría.

David sostuvo su mirada, grave.

—Eso no cambia que me hayas mentido.

Ella sonrió con ironía.

—¿Miente quien calla? Usted nunca preguntó. Y, créame, mi verdadero disfraz es este. La secretaria discreta que no llama la atención. En el escenario soy libre.

David la miró sin saber qué responder.

—¿Por qué ocultarte? Eres hermosa.

Ella bajó la vista un instante.

—Porque odio las miradas morbosas. En el club hay luces que ciegan; no veo al público. No siento sus ojos. Solo bailo, me transformo, y por unos minutos dejo de ser yo.

El silencio se alargó hasta volverse sofocante. Ella lo cortó con una pregunta directa:

—¿Va a despedirme?

David negó lentamente.

—No. Pero no vuelvas a mentirme.

Ella asintió.

—Y le pido algo: no regrese al club. No podría bailar tranquila si sé que me observa.

—Tienes razón —admitió él.

Se levantó.

—Es tarde. Me voy.

—Vive a cuarenta y cinco minutos de aquí. Quédese en la habitación de huéspedes.

—¿Segura?

—Sí. Hoy dijo que éramos amigos. No le veo nada malo.

Regresó al poco con ropa limpia y una toalla.

—Aquí tiene. Buenas noches, señor.

—David —corrigió él suavemente—. Cuando no estemos en la oficina, dime David.

Ella sonrió, esta vez sin máscaras.

—De acuerdo, David. Buenas noches.

Él la siguió con la mirada hasta que desapareció por el pasillo. Se duchó en silencio y, al tenderse en la cama, notó que afuera ya clareaba. Cerró los ojos, con una certeza que le quemaba en el pecho: Diana era mucho más que su secretaria.

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