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Introduction
El destino, a veces, teje sus hilos con la sutileza de una telaraña, otras, con la fuerza de un puñetazo. Para Sandra Williams, la vida siempre había sido una coreografía predecible, cada paso medido, cada riesgo evitado. Ella no era de las que caminaban por el lado salvaje; sus pasos resonaban en la acera de la cordura, lejos del eco ensordecedor de la imprudencia. Su mundo, un santuario de orden y control, estaba a punto de ser dinamitado.
Jake Smith. El nombre en sí mismo era un estruendo, un desafío. Lo conoció en el sudor y el griterío del gimnasio de su padre, un templo de acero y músculos donde los hombres forjaban sus demonios. Él era todo lo que Sandra no era: arrogante, sí, con esa confianza que solo tienen aquellos que han coqueteado con el abismo y han vuelto, ilesos o cicatrizados. Sexy, sin duda, con una peligrosidad inherente que atraía como la llama a la polilla. Pero bajo esa coraza de bravuconería, Sandra percibió algo más, algo roto.
Sus ojos, profundos como pozos sin fondo, albergaban una tormenta de traumas, cicatrices invisibles de batallas pasadas. Jake no era un hombre; era una herida abierta, un enigma envuelto en puños. Y Sandra, la chica que nunca se desviaba de su camino, sintió una atracción innegable, una pulsión oscura que amenazaba con arrastrarla a un terreno desconocido, un lugar donde las reglas se rompían y el corazón latía al compás de un tambor de guerra. Su lado salvaje, dormido hasta ahora, comenzaba a despertar, seducido por la promesa del caos, por la danza peligrosa de dos almas destinadas a chocar.
Jake Smith. El nombre en sí mismo era un estruendo, un desafío. Lo conoció en el sudor y el griterío del gimnasio de su padre, un templo de acero y músculos donde los hombres forjaban sus demonios. Él era todo lo que Sandra no era: arrogante, sí, con esa confianza que solo tienen aquellos que han coqueteado con el abismo y han vuelto, ilesos o cicatrizados. Sexy, sin duda, con una peligrosidad inherente que atraía como la llama a la polilla. Pero bajo esa coraza de bravuconería, Sandra percibió algo más, algo roto.
Sus ojos, profundos como pozos sin fondo, albergaban una tormenta de traumas, cicatrices invisibles de batallas pasadas. Jake no era un hombre; era una herida abierta, un enigma envuelto en puños. Y Sandra, la chica que nunca se desviaba de su camino, sintió una atracción innegable, una pulsión oscura que amenazaba con arrastrarla a un terreno desconocido, un lugar donde las reglas se rompían y el corazón latía al compás de un tambor de guerra. Su lado salvaje, dormido hasta ahora, comenzaba a despertar, seducido por la promesa del caos, por la danza peligrosa de dos almas destinadas a chocar.
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