2.

Sentí un fuerte mareo que me desestabilizó y, de no ser porque estaba sentada en aquella incómoda silla, definitivamente me habría caído de bruces al suelo.

Adrián seguía ahí, de pie. Su cabello oscuro le cruzaba la frente; sus ojos grises, como la luna, clavados en los míos tenían una frialdad aterradora. A mi mente vinieron recuerdos de nuestro último encuentro, de la última vez que habíamos estado así de cerca, de las cosas que nos habíamos dicho. «Prefiero que estés muerto», le había gritado yo… y pensé que aquello sería lo último que le diría. Pero ahora estaba allí, en medio de mi oficina, recordándome un contrato que había firmado cuando era una muchacha ingenua y enamoradiza.

Cuando notó que, al parecer, yo no tenía ninguna intención de decir algo, suspiró profundo:

—¿Me estás escuchando, Matilde? —pronunció mi nombre; su voz me provocó un escalofrío.

—¿De qué estás hablando, Adrián?

El hombre resopló. Sacó un sobre de su abrigo y lo lanzó sobre mi escritorio. De no ser porque apoyé la palma sobre él, habría caído al suelo: mis manos temblaban. Tardé un minuto en abrirlo: era una copia del contrato. ¡Lo recordaba!

—Tú lo leíste —murmuró él. Dio dos pasos al frente, y yo intenté alejarme: su presencia seguía siendo intimidante—. Leíste cada uno de los términos antes de firmarlo. Es por tiempo indefinido.

—Han pasado muchos años —dije, apretando el sobre—

—Eso significa “tiempo indefinido” —sentenció—: puedo hacer efectiva cualquier cláusula en el momento que quiera. Lee la 12.0.

Mi mano tembló mientras extraía la hoja; busqué la cláusula y la encontré.

—Léela en voz alta —ordenó. Apoyó sus manos en el escritorio.

Tragué saliva —o lo intenté—; la garganta estaba seca.

—«La parte contratante se obliga, en virtud del presente contrato, a concebir y dar a luz a un hijo biológico del señor Adrián Almeida en el momento en que este lo requiera, por razones personales, familiares, hereditarias o de continuidad patrimonial, siempre y cuando dicha solicitud se realice por escrito y con al menos treinta días de antelación…». —La voz me temblaba—. «Ambas partes acuerdan que el método de concepción será consensuado, prevaleciendo en primera instancia las técnicas de reproducción asistida disponibles y legalmente permitidas; no obstante, en caso de que dichas técnicas resulten infructuosas o sean clínicamente desaconsejadas, las partes se comprometerán a explorar métodos alternativos, incluida la concepción natural, siempre que no contravenga la legislación vigente y exista consentimiento expreso y voluntario de ambas partes…».

Mis manos temblaban.

—Sigue —ordenó él.

—«Esta obligación se considera de cumplimiento esencial dentro del presente contrato; su negativa injustificada o reiterada se considerará incumplimiento grave, con las consecuencias legales y patrimoniales estipuladas en la cláusula 9».

—¿Recuerdas la 9? —preguntó. Sus ojos grises brillaban.

Sí, la recordaba: una multa multimillonaria y, si no podía pagarla, la cárcel.

Recordé las dudas que tuve antes de firmar —el amor me había cegado—, el maldito amor que arruinó mi vida y que volvía para arruinarla de nuevo. Pensé en todo lo que sufrí para superar a Adrián. Me puse de pie:

—¡Maldito cínico! —exclamé—. Después de todo lo que pasó, todo lo que me hiciste… ¿llegas, tras tantos años, y me dices que tengo que embarazarme de ti? ¿Qué clase de enfermo eres?

Rodeé el escritorio y lo tomé por su perfecto traje, sacudiéndolo. Él no se movió.

—Eres un maldito enfermo, Adrián Almeida, ¡un maldito enfermo! ¿Cómo se te ocurre pedir algo así?

Cuando se cansó de mis sacudidas, me sujetó los hombros con fuerza:

—Ya cálmate, Matilde. Leíste el contrato y aceptaste las condiciones.

—¡Tenía veinte años! —grité—. ¡Era ingenua!

—Eras joven —corrigió—, pero cualquier cosa menos ingenua. Sabías perfectamente en qué te metías.

—¡Nunca imaginé que de verdad me obligarías a cumplirlo! Dijiste que ese contrato lo firmabas con cada novia, que era una exigencia de tu padre para… —Mi voz se quebró—. Y ya viste que no funcionó.

—Aun así tu firma está ahí.

Di dos pasos atrás, tomé el contrato y lo rasgué. Lancé los fragmentos contra su pecho.

—Sabes que hay más copias.

Claro que lo sabía; solo quería desquitarme.

—¡Lárgate de mi oficina, ahora!

Él se alisó el traje. Parecía distinto: hacía años que no lo veía. Sin embargo, pude captar algo en sus ojos; yo lo había amado, sabía leer cada gesto suyo.

Caminó hasta la puerta; con la mano en el pomo se volvió:

—No vas a escapar de esta, Matilde. Te necesito. Y lo harás… a menos de que tengas esos cuantos millones para pagarme o quieras ir a la cárcel.

Cerró la puerta de golpe. Caí de rodillas y rompí en llanto. No tenía dinero; ni siquiera podía pagar el hospital de mi abuelo. La cárcel significaría su muerte.

Tal vez no tenía opción: debía hacerlo. Pero… ¿cómo le diría a Adrián que yo ya no podía tener hijos?

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