



Comenzar el juego
Me desperté en la cama de invitados de León, sonriendo al recordar dónde estaba. El reloj marcaba las siete de la mañana. Seguramente él ya estaría despierto.
Me estiré, sintiendo el cosquilleo de deseo entre mis piernas. Hoy empezaría a romper sus preciosas reglas, una por una, hasta que no pudiera resistirse más. Me levanté y abrí mi maleta. En lugar de ponerme algo decente, elegí una camiseta vieja que apenas me cubría el culo. No me puse shorts, así que andaba solo en unas braguitas diminutas.
Era hora de comenzar el juego...
Salí de la habitación y caminé hacia la cocina. Justo como esperaba, León ya estaba allí, vestido con pantalones de ejercicio y una camiseta ajustada. Estaba preparando café en una máquina italiana. El olor era intenso y delicioso, como él.
—Buenos días —le dije con voz adormilada, estirándome deliberadamente para que mi camiseta subiera lo suficiente y le diera un vistazo de mi coñito en bragas.
León se giró y casi derrama el café cuando me vio. Sus ojos se abrieron ligeramente antes de desviar la mirada.
—Buenos días —respondió con voz tensa—. ¿Has dormido bien?
—Maravillosamente —contesté, acercándome a él—. ¿Me das un poco de ese café?
Me coloqué a su lado, rozando mi cadera contra la suya mientras alcanzaba una taza. Noté cómo contenía la respiración.
—Isabela —dijo en voz baja, pero firme—. Creo que deberías vestirte adecuadamente.
—Oh, perdona —respondí con falsa inocencia—. En casa siempre ando así por las mañanas. No pensé que te molestara.
Sus ojos bajaron por un segundo a mis piernas desnudas antes de volver a mi cara.
—Ve a cambiarte, por favor —insistió, pero noté el ligero temblor en su voz.
—Solo después del café —respondí, sentándome en un taburete alto de la cocina, cruzando las piernas deliberadamente lento.
León me sirvió café y se alejó, manteniendo distancia. Lo observé mientras bebía, notando cómo evitaba mirarme directamente. La tensión sexual en el aire era espesa, casi podía sentirla en mi piel.
Después del desayuno me cambié, pero solo para ponerme unos shorts cortos y una camiseta que dejaba ver el contorno de mis pezones. Durante todo el día, busqué maneras de provocarlo: me agachaba frente a él para recoger algo, me estiraba para alcanzar objetos en estantes altos, me sentaba con las piernas ligeramente abiertas mientras leía.
León intentaba evitarme, encerrándose en su estudio para trabajar. Pero cuando salía, yo estaba allí, siempre encontrando una excusa para estar cerca de él.
Por la tarde, dejé «accidentalmente» un sujetador de encaje rojo sobre el sofá del salón. Lo vi fruncir el ceño al notarlo, pero no dijo nada, solo lo evitó como si fuera radioactivo.
—Llamaré a mis padres —anuncié después de cenar, sabiendo que él estaría atento a la conversación.
Me senté en el sofá, donde sabía que podría escucharme desde la cocina, donde estaba lavando los platos.
—Hola, mamá —le dije cuando respondió—. Sí, estoy bien... No, todavía no estoy lista para volver... La pelea con papá fue muy fuerte, necesito más tiempo... Sí, estoy segura... No te preocupes, estoy con una amiga...
Miré hacia la cocina y vi que León me observaba con una ceja levantada al escuchar mi mentira.
—Te llamaré mañana, ¿vale? Te quiero —colgué y me encontré con la mirada de León.
—¿Estás con una amiga? —preguntó.
—No quiero preocuparlos —respondí, encogiéndome de hombros—. Si supieran que estoy contigo, papá vendría inmediatamente.
—Tal vez debería —dijo León, secándose las manos con un paño.
Me levanté y caminé hacia él, deteniéndome a escasos centímetros.
—¿De verdad quieres que me vaya? —pregunté, mirándolo a los ojos.
Vi el conflicto en su mirada. Quería que me fuera, pero también quería que me quedara. Quería mantener su promesa a mi padre, pero también quería romperla.
—Solo un día más —cedió finalmente—. Mañana hablas con tu padre.
—Prometido —dije, rozando su brazo al pasar junto a él—. Me voy a dar una ducha.
En el baño, dejé mi ropa interior usada visible sobre el cesto de la ropa sucia. El encaje negro destacaba sobre las toallas blancas. Imaginé a León encontrándola, tal vez incluso levantándola y oliéndola...
Esa noche esperé a que la casa estuviera en silencio. León se había retirado a su habitación hacía una hora. Me aseguré de que el pasillo estuviera oscuro, con solo la luz tenue que salía de mi habitación. Me quité la ropa y me puse solo una camiseta fina. Me senté en la cama, dejando la puerta entreabierta. Lo suficiente para que, si pasaba, pudiera verme. Lo suficiente para que los sonidos se escaparan.
Empecé lentamente, acariciando mis pechos sobre la tela, pellizcando mis pezones hasta que se endurecieron. Bajé una mano entre mis piernas, encontrándome ya húmeda. El deseo de que León pudiera escucharme, o incluso espiarme, me excitaba enormemente.
Abrí mis piernas más ampliamente, enfrentando la puerta entreabierta. Mis dedos encontraron mi clítoris hinchado y comencé a frotarlo en círculos lentos.
—Mmm... —dejé escapar un gemido suave, lo suficientemente audible para que alguien en el pasillo pudiera oírlo.
Aumenté el ritmo, metiendo dos dedos en mi coñito mojado mientras seguía frotando mi clítoris con el pulgar.
—Sí... así... —murmuré, un poco más alto.
Me imaginé a León en el pasillo, escuchando, tal vez incluso mirando por la rendija de la puerta. ¿Tendría la mano en su verga? ¿Se estaría tocando mientras me observaba?
La idea me excitó tanto que tuve que morderme el labio para no gritar. Metí los dedos más profundamente, curvándolos para encontrar ese punto que me hacía ver las estrellas.
—Por favor... —supliqué al aire vacío, fingiendo que le hablaba a él—. Más fuerte...
El sonido húmedo de mis dedos entrando y saliendo de mi coñito llenaba la habitación. Me aseguré de que fuera lo suficientemente ruidoso. Quería que él lo escuchara. Quería que supiera exactamente lo que estaba haciendo.
Aumenté el ritmo, sintiendo que me acercaba al orgasmo. Mi cuerpo entero temblaba, mis caderas se levantaban de la cama para encontrarse con mis dedos.
—Voy a correrme... —jadeé, apenas conteniendo el volumen de mi voz—. Me corro... me corro...
El orgasmo me golpeó con fuerza, haciendo que mi cuerpo se arqueara sobre la cama. Mordí la almohada para ahogar el grito que quería escapar de mi garganta. Mis dedos quedaron empapados con mis fluidos.
Cuando los espasmos cesaron, me quedé quieta, escuchando. ¿Había alguien en el pasillo? ¿Me había escuchado?
Esperé unos minutos, recuperando el aliento. Luego me quité las bragas húmedas y las escondí debajo de mi almohada. Al día siguiente las dejaría «accidentalmente» también a la vista. Quería que las encontrara, que viera la evidencia de mi excitación, que supiera que había sido por él.
No sabía si León me había escuchado esa noche. Pero al día siguiente llevaría mis provocaciones al próximo nivel. Hasta que no pudiera resistirse más. Hasta que rompiera sus propias reglas y me tomara como ambos queríamos.
Sonreí en la oscuridad, planeando mi próximo movimiento. Él podía ser todo lo duro que quisiera, pero «rendirse» era una palabra que no existía en mi vocabulario. La guerra apenas comenzaba.